Viajar abre la mente y el corazón. Alejarte de lo conocido, de lo habitual convierte el día a día en una sorpresa continua. Nuestro viajero atraviesa valles y tortuosos caminos que le alejan de la civilización más occidental y le adentran en un mundo rural, sencillo y desconocido. De la mano de unos niños descubre el valor de los lápices de colores, que lleva como regalo para los pequeños. Las sonrisas y los niños le rodean. Las distancias desaparecen si te acercas con el corazón en la mano.
Dicen que el mundo se ha hecho pequeño porque cualquier persona puede llegar a cualquier lugar delplaneta, y relativamente rápido. La velocidad es el signo de nuestro tiempo, y eso nos confunde. Para llegar al valle de Nar-Phu, próximo a la frontera de Nepal y Tíbet, necesitas circular desde Katmandú unas ocho horas por una carretera con un tráfico infernal. Son unos escasos 200 km difíciles de olvidar. Al llegar a Besisahar te detienes en un descampado con tres chabolas que hacen de restaurantes, y allí te subes a unos todoterrenos especiales, rudos y de gran potencia, pero mucho más estrechos de los que conocemos en Europa.
El motivo no es que la mayoría de nepalíes sean gente menuda. Es simplemente que los coches no caben por el camino excavado en la montaña. A un lado queda la ladera, al otro un vacío que cae hasta el río. Si se cruzan dos coches hay que ajustar, o dar marcha atrás. Y así durante dos días más, poniendo a prueba la suspensión durísima del jeep, y también tus riñones y cervicales.
Cuando se acaban las posibilidades de desplazarte en un vehículo de cuatro ruedas, todo se detiene y al momento la vida discurre más lenta, y a cada paso se incrementa el sentimiento de soledad. El ser humano comienza a perder el control del espacio, y el tiempo escapa al dominio de la tecnología. Adiós a las multitudes. Si prescindes de las modernas comodidades de desplazamiento el mundo continúa siendo inmenso, inabarcable.
Jose Manuel Barquero